Por: Roberto Ramírez (texto y foto).
Mientras camino al punto de encuentro de la marcha por los cuarenta y tres normalistas desaparecidos en Ayotzinapa, observo que desde lo alto del auditorio Salvador Allende, célebre recinto en donde el chileno pronunció la famosa y gastada frase “Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”, se desprende una enorme manta que invita a los estudiantes del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades a realizarse una gran variedad de estudios médicos (diabetes, ETS, cáncer, etc.), y entonces me pregunto: ¿nos quieren vivos o muertos?
Son las 4:30 de la tarde y la gente ya suma más de un centenar. La mayoría de los asistentes visten colores claros y llevan pancartas enrolladas bajo el brazo que aún no tiene caso alzar hasta donde las extremidades lo permitan. Si prestas atención escuchas algunos comentarios en torno a los estudiantes desaparecidos en Guerrero o a la muerte de Ricardo de Jesús Esparza Villegas (alumno de la Universidad de Guadalajara asesinado durante una estancia en el festival Cervantino de Guanajuato). Pero las muestras de indignación aún no se tiran al aire, aún no explotan, sólo se comparten íntimamente entre los compañeros manifestantes que aguardan a que den las cinco. Ya somos unos seiscientos.
Debo admitir que al redactar el primer párrafo del presente, refiriéndome a los desaparecidos de Ayotzinapa, escribí “los muertos de Ayotzinapa”; entonces caigo en cuenta que para mí, inconsciente y lamentablemente, están muertos. No sé de qué manera, si quemados en grandes cajas, balaceados o destazados y transportados en camionetas pick ups que hedían a carne podrida. Pero eso no implica que mi deseo porque los encuentren vivos no sea latente. Partimos. Y ya somos cerca de un millar.
Avanzamos casi sin avanzar: nos movemos tan despacio que más que marcha parece un cortejo fúnebre. Las personas casi no gritan, se muestran tímidas, los únicos que lo hacen son los integrantes del partido comunista: que si Zapata o Vallejo, que si el Che o la Revolución. La avenida comienza a pintarse cada vez más con los colores de las llamativas cartulinas, y sus mensajes convierten la calle en un depositario de las frases más originales: “Pienso. Y luego me desaparecen”, “No quiero telenovelas, quiero a mis colegas”, “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”. También hacen acto de presencia personajes como la catrina, que en sus manos sostiene una pancarta con la irónica frase “Saving Mexico” como afiche de una muerte copetona.
Hemos avanzado apenas unas cuadras y los ánimos comienzan a prender: los pulmones inhalan aire y exhalan protesta. De las calles perpendiculares brotan contingentes que se nos unen, e imagino que desde una toma aérea pareceríamos un mar nutriéndose de ríos que desembocan en él. Llegamos a mitad del camino y el Palacio Federal se presenta como un monumento a la represión, la mecha prende y dos mil bocas se juntan al unísono para entonar un “Esos son, esos son los que chingan la nación”.
La marcha llega a su destino. Para entonces ya somos como imparables, una masa de enojo deseosa de justicia. Hay pocos viejos, que entre esa multitud de chamacos enardecidos también levantan el habla: ronca y seca y estimulante. Las voces cimbran la piel, hacen doler los tímpanos: la voz lo es todo. Y es ahí, sólo ahí, cuando coreamos con ganas el último “Por qué, por qué, por qué nos asesinan”, que encuentro respuesta a mi pregunta inicial: ni vivos, ni muertos… callados.